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Brian Russell llegó a Can Masdeu en 2001, año en que se okupó lo que antes era el hospital de leprosos en el parque Collserola a las afueras de Barcelona. Desde entonces, se ha ido varias veces de la casa aunque ha terminado volviendo, unido por esos hilos invisibles que nos atan a los lugares que han marcado nuestra memoria.
Para Brian, Can Masdeu no es un edificio, ni un trabajo, ni siquiera una etapa de su vida. Es una apuesta por el amor y la comunidad que choca frontalmente con sus recuerdos de infancia. «Al principio, se me hacía raro vivir con tanta gente. Cuando era pequeño, mi padre no estaba y mi madre era adicta al trabajo. Era programadora informática y trabajaba 60 o 80 horas semanales; así que yo estaba siempre o con mi hermano o solo».
Durante 10 años, estuvo viajando como profesor de inglés y viviendo en distintos países en temporadas de entre tres meses y tres años, hasta que un día llegó a Barcelona. «No tenía intención de quedarme pero me gustó la gente y los movimientos sociales que encontré porque sabían compartir y compartían muy bien».
Brian siempre se había considerado anarquista porque «me gustaba mucho operar a nivel de amistad en vez de a nivel de jerarquía». Tenía claro que le apetecía compartir vivienda, música, trabajo, proyectos y, sobre todo, ideas y lucha. Así que decidió darle una oportunidad a esta forma de vida.
A los 27 años, se instaló por primera vez en una casa okupa. «Mi primera experiencia fue muy distinta al mundo actual de la okupación. Cuando empecé a okupar, en la casa había pulgas, perros, ratas… era un caos jajaja. Me costó mucho llevar ese caos y la suciedad pero no todas las casas son así. Por ejemplo, estuve también okupando una casa de lujo con suelos de mármol y unas vistas de 180 grados; era la mejor casa del pueblo y pertenecía al banco. La ocupamos y estaba como el día que la dejaron. Imagina lo diferentes que son las situaciones que te puedes encontrar».
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Tras más de 15 años okupando, echa la vista atrás y repasa lo aprendido. «Reconozco que en algunos casos me costó mucho lidiar con la falta de limpieza; pero digo limpieza y no higiene. Aprendí que en la forma punky de vivir hay más bacterias pero no necesariamente hay menos higiene. Para mi, poner lejía en todo no es higiene, ¡es una locura! Para los bebés, por ejemplo, higiene es estar en contacto con la tierra… y los niños se están enfermando porque se crían sitios esterilizados».
Lo sabe bien porque ha compartido y comparte ocupación con familias. Y considera que esa idea de los okupas como jóvenes anarquistas ya no representa la totalidad de las situaciones que abarca el concepto hoy en día. «Hay familias que no se quieren ir de su casa cuando se la expropia el banco y eso se convierte en una casa okupa. Hay punkys viviendo en casas okupadas que solo quieren drogarse o gente que solo okupa para cultivar su marihuana pero también hay gente que está haciendo una estructura y construyendo negocios en fincas ocupadas o gente como nosotros que crea un centro social».
Ingresos y gastos
Reconoce que la vida okupa le permite vivir de una forma más libre porque implica menos gastos. «La casa, como colectivo, compra toda la comida que comemos y la mayoría de lo que necesitamos. Incluyendo los 55 euros al mes que pago por la casa además de la factura del teléfono y otros gastos personales, suelo usar entre 150 y 500 euros al mes dependiendo del mes. Pero yo gasto más que la media porque viajo bastante».
A día de hoy, viven en la casa 23 adultos y 6 niños. La mayoría tienen un empleo ya sea dentro o fuera de la casa. Entre los que trabajan fuera, hay panaderos, una carpintera, hay quien trabaja por Internet desde casa… y luego están los que trabajan fuera. «Cada uno tiene salarios distintos. No es que obliguemos al rico a pagar al pobre ni nada de eso… Hay gente que trabaja por 7 euros la hora y otros que ganan bastante más. Los que ganan más, no suelen decirnos cuánto es… jajaja.»
El trabajo de la casa (limpieza, cocina, cuidado de la huerta) se divide entre los habitantes, que tienen unos mínimos que deben cumplir. «Tenemos también empleos en casa, como trabajos de catering para grupos que hacen aquí cenas y así algunos pueden ganar algo de dinero y otra parte va a la casa».
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Además, también hay quien decide trabajar dentro a través de un concepto llamado autorenta, por el que los habitantes de la casa pueden alquilar la zona de bar para organizar algún evento y sacar de ahí beneficios. «Hay un grupo que monta un taller de bicicletas, tenemos una fábrica de guías de meditación donde trabajamos todos… Intentamos que los negocios dentro de casa sean igualitarios y definidos por hora -todos ganamos lo mismo- pero no hay un standard. Por ejemplo, la cafetería lo lleva nuestra compañera Laura y ella se ocupa de cómo y cuánto gana ella».
La vida ¿sin normas?
Brian ha vivido tanto en casas de 5 ó 10 habitantes como en una comunidad de 100 personas y considera que, con los años, se genera una mejor organización y por lo que funcionan mejor que más tiempo llevan «y algunas llevan 40 años». En cambio, sabe que algunos sitios okupados pierden el norte porque «hay casos en que gente sin experiencia trata de coordinar un grupo y entonces esos retiros fallan: violencia, asesinatos, violaciones… Pueden ocurrir en situaciones así; es el reflejo de la sociedad». Para evitarlo, en Can Masdeu se han marcado unas líneas a seguir para la convivencia.
Y es que, al contrario de lo que mucha gente pueda pensar, una casa okupa no es sinónimo de casa sin normas. «Funcionamos de forma no jerárquica y eso implica varias cosas. Si quieres tener una organización no jerárquica, tienes que tener un consenso como formato para llegar a los acuerdos. Y el consenso puede ser distinto de lo que la mayoría de personas imagina».
Las diferencias, para Brian, son fundamentalmente dos: En primer lugar, mucha gente piensa que el consenso es como la democracia solo que en vez de que el 50% llegue a una conclusión, el 100% llega a una conclusión pero no es así; en segundo lugar, se cree que llegamos a tomar decisiones y luego se usan maneras de asegurar que, aunque alguien no esté de acuerdo con las decisiones que se han tomado, está obligado a cumplirlas. «Esas dos acepciones del consenso van en contra de lo que realmente es, que es llegar a decisiones en las que todo el mundo esté de acuerdo. Incluso que piense: bueno yo creo que es mala idea pero lo vamos a probarlo. Eso crea una apertura de mente y una confianza en los demás que normalmente escasea en nuestra sociedad. En la democracia normal, hay una desconfianza del público brutal».
Sale el nombre de Wikipedia, que Brian usa como ejemplo de esa desconfianza sobre nuestros congéneres. «En los primeros años de Wikipedia, se decía Wikipedia va a ser una fuente de información muy mala, no puedes confiar, la gente va a destrozar los artículos... Pero después de 5 ó 10 años, la gente ha llegado a la conclusión de que la gente es mucho más de fiar que la prensa. La gente es más honesta sin jerarquías que dentro de un sistema jerárquico; hay más sinceridad».
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Por eso, el movimiento okupa cree en el consenso y en la igualdad. «Se trata de defender los intereses de todos y no solo lo que yo quiero. Estoy bien cuando el colectivo está bien, porque está realmente buscando los intereses de todo el mundo.
Ticket de entrada
Brian toma aire y reflexiona: «Hay una filosofía anarquista que apoya que no hay que tener barreras ni límites pero necesitamos límites como todo el mundo. Tienes que poner límites sobre tu cama; no puedes dormir con todo el mundo. El dilema está en qué límites y cómo marcarlos».
Nos pone un ejemplo: «Imagina que tienes un colectivo de cinco personas y una sexta quiere entrar; no habrá mucho problema en llegar a un acuerdo. Si llegas a 10, es menos probable; a 15 y es muy difícil; a 20 y es súper difícil; y llegas a 30, es imposible que a todo el mundo le caiga bien fulanito. Es imposible porque entre 30 personas, hay unos 600 tipos relaciones diferentes».
Para crear un protocolo de actuación en los casos de aceptación de nuevos miembros de la comunidad, han echado la vista atrás a la Historia de las relaciones humanas. «Las tribus tenían un principio que era el tabú: si cruzabas una cierta norma, que era el tabú, te exiliaban, que era una forma de asesinato antiguamente porque dependían de los otros para sobrevivir en la naturaleza. Nosotros tenemos nuestros tabúes como grupo que son violación, asesinato, violencia, pasar todo el día gritando a todo el mundo, locura y robo. Si tuviéramos que vivir con alguien así, buscaríamos una solución para echarle».
En Can Masdeu, emplean un sistema de votación para valorar a posibles nuevos miembros marcando dos pautas. La primera es que no se organiza una votación cada vez que alguien quiere vivir en Can Masdeu porque «tendríamos una reunión todas las semanas y no hay espacio». Así que han decidido organizar solo una reunión cuando alguien de la comunidad solicita la entrada de un miembro nuevo. La segunda es que el rango de votación va de 1 a 5, donde 1 es "si esta persona vive aquí, yo me voy", 2 es "no quiero que viva aquí pero acepto lo que diga la mayoría", 3 es "me da igual", 4 "quiero que viva aquí" y 5 "si esta persona no vive aquí, me voy".
Admite que sus protocolos de entrada no son perfectos porque «eso no quiere decir que una persona no pueda amargar la vida a todo el mundo poco a poco sin cruzar una de esas normas» y porque «el nivel 5 de votación suele ser siempre aplicado a las parejas de quienes ya viven en casa» pero no conoce por el momento un sistema mejor.
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Pensativo, masculla: «Quizá la solución en el futuro estará por redefinir los conceptos miembro y no miembro de la comunidad». Actualmente en Can Masdeu, el miembro comparte vivienda, trabajo y las tareas de la casa; el no miembro comparte alguna de las actividades. «La cuestión es que, una vez que alguien entra como miembro de pleno derecho, es muy difícil echarle. Y eso hace que haya muchas dudas a la hora de dejar entrar a alguien. Entonces, para que el candidato demuestre que va a ser buen miembro, el sistema le pide unos pre-requisitos, como un período de prueba en la convivencia. La resistencia para dejar entrar a personas viene del miedo de que esa persona nos puede amargar la vida».
Como alternativa, se plantea la posibilidad de aplicar un sistema alternativo en el que todos los habitantes de la comunidad vivan en un período de prueba infinito y, el que menos ganas genere de vivir con él, pueda ser expulsado por votación de los residentes. «El problema de este sistema es que las personas tienen miedo a ser ellos mismos los que caigan mal y sean expulsados», admite, «y eso es un problema porque rompe esa confianza y seguridad que deben tener las personas del colectivo».
El secreto y futuro de la konvivencia
¿La clave? «Si tuviéramos una receta para eso, tendríamos una solución al capitalismo», bromea. Aunque cita dos términos que considera fundamentales: confianza y seguridad. «Pero hablo de seguridad entendida como una sensación de confianza en los demás, de saber que os vais a ofrecer ayuda mutua».
Se plantea lo diferente que podría haber sido su vida pero llega siempre a la misma conclusión: «Podría estar amargado en un trabajo y ganando un pastón pero siento más seguridad con mi precariedad económica de ahora de la que tendría en esa vida, porque tengo una red de amigos que me apoyan y he desarrollado muchas capacidades de supervivencia. Ayuda mucho tener un colectivo que te apoya y cree en ti para tener confianza en ti mismo».
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Una de las cosas que, en cierta manera, altera esa seguridad es la sensación de incertidumbre sobre dónde vivirá si alguien decide echarlos. En el año 2002, fueron desalojados aunque pudieron recuperar su casa gracias al apoyo de los vecinos. «La jueza se basó en el apoyo público que teníamos y finalmente determinó que debía prevalecer el derecho a la vida sobre el derecho de la propiedad -algo que debería ser obvio-».
Un apoyo, que siguen teniendo, en parte gracias a proyectos de huertos comunitarios que organizan en el valle junto con los demás vecinos. «El día que desalojen a Can Masdeu, probablemente habrá miles de personas en la calle enfadados con quien nos ha desalojado. Y probablemente esas personas enfadadas van a subir y volver a okupar la casa». Insiste en que «el edificio llevaba vacío 50 años y nunca había habido ningún plan para usarlo. Nosotros le hemos dado un uso como centro social durante los últimos 10 años».
No está seguro de su situación actual a nivel legal pero, por ahora, es optimista sobre su situación porque «ahora en el ayuntamiento está Barcelona en Comú y la actual alcaldesa -Ada Colau- fue okupa, por lo que creo que es un momento favorable para la okupación».
Actualmente, Brian tiene 43 años y todavía no se imagina el día en que deje de vivir en Can Masdeu. «Es único; uno de los pocos sitios en el mundo donde puedes estar aislado rodeado de naturaleza pero a 10 minutos andando del metro. Además, para mí, el sentido de la vida es el amor y la amistad y en Can Masdeu hay mucho amor».